26.2.12

cristián gómez olivares / 5 poemas


una dama es una dama es una dama es una dama
(A Juan Luis Hernández Milián)

Con la misma elegancia de un barco que se hunde
aunque el capitán no quiera darse cuenta
ni los tripulantes le hayan informado.

Con la mala suerte en el amor
que acompaña a los eternos
perdedores de veintiuno

y escala real. Observando
el mismo y riguroso lenguaje
que adoptaran tanto los amantes

clandestinos como los militantes
de la misma condición: para darte
simplemente las gracias, para que no

se te olvide esa vez que fuimos a Milwaukee
tu pelo a imitación de las estaciones seguía
siendo rubio y las deudas no nos importaban.

Éramos pobres y el auto no
tenía seguro: pero eso
era para ti como

los venados que tuve que esquivar en el camino.
Un animal a punto de morir que
después podríamos cocinar

para recordar esos tiempos felices
cuando las palabras no se habían separado
de las cosas y no era necesario hablar en clave:

una rosa era una rosa era una rosa
permitidme hacer la cita en el pasado
permitidme respirar nuevamente bajo el agua:

o por lo menos así lo parecía.



*



lastra

En las costas de este océano también existe una epopeya.
Protagonizada por el mar y sus testigos. Aquellos
que captan con sus celulares lo que otros

describían con párrafos que se reservaban el tono y
el derecho de una despedida. Mis hijas comparecen
ante otro oleaje, la mujer que amo, permítanme

llamarla así, ha pronunciado como los guerreros
de un ejército aquel viejísimo suspiro
ante la inmensidad. Thalassa,

Thalassa, susurró con alegría. Mientras
tanto los que estábamos presentes
quedamos a la espera de algún hecho

sobrenatural o de una traducción.
No habíamos llegado a ninguna parte.
Los años que llevamos haciendo

las maletas no han sido en vano.
Nunca viajamos ligeros de equipaje.
La casa que llevábamos con nosotros

guardaba todavía aquel aroma
de los árboles que le daban sombra
a nuestro patio. Olmos, cedros santiaguinos

y boldos que llegaron con la colonia.
Las olas reventaban sin poder botar los muros
de esta casa. Esa es la epopeya

de la que hace rato les vengo hablando.
Allá ustedes si se niegan a escucharme.



*



casa
(vía unitiva)

Comprar una casa después de disputársela
a los otros compradores. Reunirse alrededor
del fuego a disfrutar de los pedazos compartidos
de la presa. Comentar la caza, amueblarla:

ordenar los muebles de acuerdo a ciertas
categorías que nadie ha mencionado, una
disposición que sólo los adultos del hogar
mencionan casi de rebote, cuando están

hablando de otros temas y deslizan en un par
de comentarios las decisiones más importantes,
las huellas que van a seguir por el bosque, las
armas a utilizar, las que tendrán que prender

el fuego para la carne una vez que los planos
estén terminados y se hayan mandado a pedir
los materiales: para darle a la casa alcance.




*



la tradición y el talento individual
(vía descriptiva)

Hay que salir a caminar, hay que sentarse a conversar con la gente,
hay que estrecharle la mano a los vecinos, poner teléfono, dar
la luz, hay que aceptar los folletos que reparten en la calle

los bomberos vestidos de civil, reclamando por los despidos
injustificados y los recortes en el presupuesto municipal, hay
que salir a manejar y perderse, hacer preguntas, equivocarse

resulta imprescindible. El margen de error es bienvenido,
las ratas son parte del acueducto y el acueducto
construido en mil novecientos doce es parte de la casa,

los préstamos ahora tienen interés reducido,
los corredores de propiedades disimulan con risitas
nerviosas la escasez de compradores, el lenguaje se torna

enrevesado y cuándo no, pero la casa imperturbable
no resulta un adjetivo, no hay descripciones que
valgan la pena cuando uno se puede pasar la

vida epigrafiando, abriendo el recital con
un saludo a la bandera dirigido con
astucia para la gradería, el ruido

ensordecedor de los asistentes a la lectura:
se justifica ante el aire flemático de la casa
y la torpeza de sus nuevos habitantes que

seguirán buscando los interruptores de la luz
para prenderlos y apagarlos a discreción
según sea su estado de ánimo, más pudre el miedo

que la muerte es aquello que aún no saben
y sin embargo siguen reuniéndose
con descuido en torno a la mesa

o con descuido en torno del televisor 
con tal de disputarle el miedo al territorio
cada metro cuadrado un campo de batalla,

exactamente lo mismo que pasa con los
clásicos: los roedores también se reúnen 
con descuido en torno a los libros recién

encuadernados y los restos de comida
que dejaron las niñas al almuerzo: el silencio

cómplice de las abuelas no las librará
de esas plagas bíblicas o suburbanas
que ningún flautista podría resolver:

los gatos son un lugar común insoportable
pero al igual que los espejos demasiado
demasiado necesarios.



*



fuego que se hacía en las torres o atalayas
para dar aviso de algo (como de tropas enemigas
o de la llegada de embarcaciones)

Esto que alguna vez fue una alameda
continúa llamándose así. La ausencia
de los árboles no oculta las otras ausencias.
Ya no está el mohicano a las afueras de la iglesia
de San Francisco. Ya no está el lienzo
colgando del frontis de la casa central de la católica
sentenciando que El Mercurio miente (lo sabíamos).
Ni sesiona la junta en el edificio Diego Portales
que tampoco se llama así. La llama de la libertad
está apagada. No sé si todavía está en pie La Blondie.
El Club de la Unión tiene una réplica en Las Condes.
Las almenaras ubicadas en los ministerios contiguos
a La Moneda han desaparecido. Sin embargo
permanecen los vigías. Todavía los prismáticos
cumplen la misma función que cumplieran
cuando los barcos se perdían en alta mar.
Otras ausencias han sido olvidadas
no de manera involuntaria. Preferiría
recrear mi niñez con imágenes ligadas
a la pobreza que me otorgarían el favor
de ciertos jóvenes: sin embargo el peso de
la noche nos hace transitar todavía noctámbulos
por la alameda, como si el mundo o Santiago
nos debieran todavía el tiempo, la confianza
depositada en que va a pasar la última micro
aunque el día haya reanudado nuevamente
sus labores y sus esbirros se lamenten
al pasar acoquinados por delante de nosotros:
ladraríamos si pudiéramos, no es que no seamos
perros. Lo que pasa es que nos tienen
amarrados el hocico.





Cristián Gómez Olivares (Santiago de Chile, 1971), poeta y profesor de literatura, reside en Estados Unidos. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Valparaíso, Fuga, 2007), Como un ciego en una habitación a oscuras (México, Conaculta, 2005), Pie quebrado (Salamanca, Amarú, 2004, Premio de poesía Víctor Jara), Inessa Armand (Santiago de Chile, La Calabaza del diablo, 2002) y Homenaje a Chester Kallman (Luces de Gálibo, 2010). Su último libro hasta la fecha es La casa de Trostsky (La isla de Siltolá, 2011).