25.12.11


ANITA BRENNER: VANGUARDIA, REVOLUCIÓN, IDENTIDAD

Eduardo San José Vázquez
Descubrir a Anita Brenner (Aguascalientes, 1905-1974) impone alguna rectificación y no pocas sorpresas. Su caso presenta aspectos que simplifican su imagen, por encima de su importancia en el llamado Renacimiento Mexicano. Pero una vez descubierta su obra, ésta supera el interés de las particularidades que la retrataban en su momento: su carácter de intelectual mexicana-estadounidense, judía, autora en lengua inglesa que vivió a ambos lados de la frontera.

Con frecuencia Brenner ha sido representada como “fuereña” en México, incorporada a la nómina de extranjeros que dejaron huella de sus impresiones mexicanas: Malcolm Lowry, D. H. Lawrence, Aldous Huxley, John Dos Passos, André Breton, Antonin Artaud o la generación beatnik. Otras veces, aparece como ejemplar del “nepantlismo” de que hablara Miguel León-Portilla: esa indefinición del transculturado, habitante de una tierra de nadie. Más allá de esto, Brenner reclama su importancia en la cultura mexicana del primer tercio del siglo XX, y solicita su pleno ingreso en la mexicanidad. Como observó Carlos Monsiváis, “su habilidad de integrar las herencias culturales […] le permitió aceptar la complejidad de lo mexicano” (1).
Brenner fue una poliédrica intelectual; antropóloga y folklorista, estudiosa del arte mexicano, periodista, editora, traductora, escritora de ficción. Ni siquiera esto dice gran cosa: es expresiva como testigo central de su época, la del Renacimiento Mexicano, un periodo de optimismo que respondía al afán de renovar el país tras la Revolución de 1910 a 1920.
La escritora aparece en esa época dorada en la que destacaron artistas como Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Francisco Goitia, Gerardo Murillo (Dr. Atl), Miguel Covarrubias, Fermín Revueltas, Rufino Tamayo, Carlos Mérida o Carmen Mondragón (Nahui Olin), entre otros. La efervescencia posrevolucionaria atrajo a intelectuales extranjeros fascinados por la reminiscencia de lo que antes de la Gran Guerra eran el Village neoyorkino, Montmartre, Montparnasse o Bloomsbury. Esto y la huida de la posguerra explican que encontremos a europeos como Jean Charlot, Tina Modotti o Sergéi Eisenstein, quien basó su inconclusa película ¡Que viva México! (1932) en el primer libro de Brenner, Ídolos tras los altares, publicado en Estados Unidos como Idols behind altars (1929). O a estadounidenses como los escritores Bertram Wolfe, Ernest Gruening, Katherine Anne Porter, Hart Crane o John Dos Passos, y artistas como Edward Weston, Max Gorelik o Pablo O’Higgins. En esta órbita de extranjeros suele aparecer Brenner, relegada a ella por sus coordenadas personales, más que por una obra que creó los mitos culturales del periodo, comenzando por el título de Renacimiento Mexicano, que debemos a ella y a Jean Charlot.
El Renacimiento hizo predominar las artes visuales, en torno a pintores, escultores, fotógrafos, cineastas o arquitectos, para quienes la formación de una estética revolucionaria dotaba a la nación de nuevos símbolos colectivos. De ahí que, en el afán de trasladar el espíritu de los cambios al pueblo iletrado, el núcleo del Renacimiento fuera visual. Esto, sin desdeñar a escritores como Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Xavier Icaza, Antonieta Rivas Mercado, Salvador Novo o Manuel Maples Arce: una generación que aparece al público en Idols behind altars, poco antes de que opere la oposición entre el grupo Contemporáneos y el Estridentismo.
Más allá de que Brenner haya quedado relegada a un rol secundario y que sus libros se lean hoy como documento de época, de los que apenas se rescata el acierto de la frase que tituló su primera obra (como hace Paz en las adendas a El laberinto de la soledad), su influencia en el núcleo de esa inteligencia fue notable. Simples indicios plásticos son sus retratos fotográficos por Weston y Modotti, hacia 1926, además de los que la italiana sacó de la familia, como su madre o su hermana Dorothy; o la anónima instantánea de Weston Nude of A, más conocida como Pear-shaped nude (1925), que cuelga en las paredes del MOMA neoyorkino. Asimismo, su retrato pictórico por Jean Charlot (c. 1926), o el de su hijo Peter por Diego Rivera (c. 1945).


Pero importa atender a la recuperación del mundo prehispánico que desde la vanguardia lleva a cabo el Renacimiento, y la función de la escritora como autora de su primera conceptualización con Idols behind altars, así como de la primera historia integral de la Revolución, The wind that swept Mexico (1943). Como creadora de mitos discursivos, presenta el nuevo México tanto a los mexicanos como al extranjero. Una reevaluación que ponderaba los valores de la Revolución y sus expresiones artísticas, al tiempo que abría el arte prehispánico al preciso concepto de arte.


Ídolos tras los altares: mestizaje o insurgencia
En 1925 Brenner cursa Antropología en Columbia con Franz Boas, maestro del relativismo antropológico y mentor de Manuel Gamio, padre de la antropología moderna mexicana. Más que corriente académica, el relativismo era fruto necesario de la Revolución, como superación del positivismo de la “edad de la Razón” del Porfiriato. En 1926, la Universidad de México apoyó su investigación sobre las artes mexicanas, en dos libros. Brenner encarga las imágenes a Edward Weston, quien realiza un viaje por el país. Esto supuso la iniciación en la fotografía de Tina Modotti, amante de Weston, quien le enseñaría los rudimentos del arte, hasta hacer imposible precisar la autoría de algunas imágenes. Brenner tuvo listos los dos originales, Mexican decorative arts y Mexican Renaissance, primera muestra del nuevo arte, pero eran tan extensos que los fundió en Idols behind altars.
Idols behind altars fue la primera síntesis y el intento de reflejar el cambio del concepto de mestizaje a un nacionalismo complejo que proclamaba la multiculturalidad conflictiva. El valor del ensayo reside en su apología de un arte y una visión cultural —la presencia nativa como insurgencia, en lugar de armónico sincretismo— que muestra ya bajo una franca amenaza oficial y popular. El libro es el primero en reproducir, en inglés, los manifiestos del Sindicato de Pintores Revolucionarios, núcleo del Renacimiento, o el cartel-proclama de 1924 titulado “Protesta”, contra la “campaign [that] has been undertaken against the present movement of painting in Mexico”. Así, no sólo recogió el auge, sino la declinación y caída del Renacimiento.
La obra se divide en tres partes, con calas en la época prehispánica, la colonial y la contemporánea, donde concluye con capítulos a Siqueiros, Orozco, Rivera, Goitia y Charlot. Como intento de superar la academicista “edad media” del Porfiriato, rescata las corrientes subterráneas: el sustrato indígena, la propiedad asimiladora del barroco colonial, la gracia popular y narrativa de los exvotos, las pinturas de cantinas y pulquerías, y la obra de autores poco conocidos entonces, como José Guadalupe Posada y sus ilustraciones para corridos.
Pero Idols behind altars no es campo abonado para la fácil generalización, y encuentra su dificultad retórica donde lo hacía el propio Renacimiento: en la integración de las culturas nativas con la idea de revolución. La obra parte de la concepción cíclica del tiempo en las culturas mesoamericanas, que tendría su traslación en el fatalismo y escepticismo del mexicano; ironía raigal de una cultura donde también asomaría su carácter sarcástico, con la risa estridente del criollo. Tales ideas se aúnan a la presencia central de la muerte y su influencia en el devenir colonial, a través del memento mori del Barroco. La importancia del Día de Difuntos, la vecindad de los fantasmas, el asomo erótico y jocoso de la muerte actuaban como argumentos para un inmanentismo histórico incómodo, y no podían encontrar buen encaje con la idea de revolución, lo que posiciona a Brenner. Esto formaba parte del dilema del arte contemporáneo mexicano, que se debatía como arte de y para la Revolución. Brenner no intentó resolver esa contradicción, en cuya misma expresión encontró el Renacimiento el inicio de su fin.
La emergencia de las raíces culturales no dejaba de poseer el valor positivo de insurgencia, como la propia noción de Renacimiento: “Revolution in Mexico now means loyalty to native values” (2). Pero al tiempo, el nuevo arte imponía un fatal anclaje a la raíz por medio del nativismo, y un recordatorio de la condición humana, en su representación de los desastres de la guerra. En el contexto, esto se traducía en inequívoco escepticismo. Así, Brenner aclara la ambigua representación de la Revolución en el Renacimiento: el avance colectivo junto al fatalismo, evidente en la predilección, en Orozco, de las soldaderas, la abatida retaguardia. Orozco, que ya recibía el sobrenombre del “Goya mexicano”, encarnaba esa misma conciencia solitaria y oscura como reverso de una nueva época de luces. La tentación positivista del progreso revolucionario existía, y la naturaleza del ecce homo del nuevo arte esgrimió el indigenismo y el popularismo como corrección de la propia Revolución.
Desde este punto de vista, con la ambigua influencia de lo indígena como fatalismo histórico y como insurgencia, sostiene que el sustrato nativo emerge en el arte de la Revolución a través de dos símbolos centrales de la estética prehispánica: la calaca o calavera y la mano. Antagónicos y complementarios, en lo que se asocian con la muerte y el destino, con la creación y la voluntad.
El fatalismo indígena reaparecería, así, en el Renacimiento, como el pastel de Orozco El Indio Triste (c. 1920), cuya influencia rastrea hasta una escultura mexica, el ídolo sedente entonces encontrado en la Ciudad de México. Brenner refiere historias legendarias que hablan de un indio abatido por la pérdida de la Conquista. Pero matiza el fatalismo: sólo sería imagen de derrota a ojos de la arrogancia foránea, para resultar expresión seminal de la rebelión inmóvil. El símbolo de la mano recupera así su importancia, rastreado en las figuras mayas que representan la oración dirigida a la cuenca de las manos, o su aparición en los versos del rey-poeta Nezahualcóyotl, rescatada siglos más tarde por Emiliano Zapata: “The land belongs to him who works it with his hands” (3); hasta su simbolismo en el Renacimiento, comenzando por la foto de Weston en la contraportada de Idols behind altars, «Mano del alfarero Amado Galván».


En su circunstancia Idols behind altars no era sólo un ensayo cultural, sino un artefacto político de explosión retardada. La crítica a la institucionalización de la Revolución Mexicana se ampliaba a los peligros del totalitarismo. La politización de Brenner, ya acusada, derivaba de su conciencia de judía. Su preocupación por la situación europea y la evolución del fascismo y el antisemitismo, al ampliarse a la crítica de la institucionalización estalinista, la situará en otra Nepantla de la izquierda: la de las corrientes perseguidas en la izquierda, trotskismo y anarquismo. Desde 1933, aparece en comités trotskistas de Estados Unidos, junto a Waldo Frank o Dos Passos, combatiendo el antisemitismo, incluido el estalinista, y acusando al grupo de Obregón y Calles de traición a la esencia revolucionaria.
Por eso, no podía evitar indagar en la situación española, síntoma y antesala del conflicto total. En 1933 llega en su primer viaje, de un año, a España, que ampliará en otro entre 1936 y 1938, estancias para la que consigue una corresponsalía de The New York Times y colabora para la revista The Nation, entre otras. Su trotskismo determinará la retirada de la corresponsalía, entre otros incidentes que afectarán a su comprensión del contexto español desde el mexicano y a sus temores hacia la expansión de los totalitarismos.
En 1937 ayudaría al asilo de Trotsky en México, como una de las seis personas a las que se limitó su negociación. Al regreso del segundo viaje a España, y tras el asesinato de Trotsky, se abre una etapa vital de desencanto, tras el final del Renacimiento. Después de ser el arte oficial de la Revolución, hasta 1928, Brenner había recogido su liquidación —la preterición de Orozco, la subsistencia de Revueltas decorando gasolineras, el exilio interior de Goitia—, y la incomprensión popular —las mutilaciones y escarnios de frescos—. Con todo, esta etapa de madurez se abrió no sólo a la caída del Renacimiento, sino por su dispersión en la desconfianza del asesinato de Trotsky (Siqueiros había atentado contra él meses antes que Mercader); indicio único de la altura sin vuelta de los tiempos revolucionarios.
                           


NOTAS
(1) Ana Indych, “Entre dos mundos: Anita Brenner, identidad transcultural y arte mexicano en Nueva York”, en VVAA, Anita Brenner. Visión de una época, México, RM/ CONACULTA, 2007, p. 42.
(2) Anita Brenner, Idols behind altars, Modern Mexican art and its cultural roots, New York, Dover Publications, 2002 [facsímil, 1929], pp. 185-186.
(3) Brenner, p. 108. 
                
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Eduardo San José Vázquez , Universidad de Oviedo, es autor de las monografías Recuperaciones narrativas del siglo XVIII en la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Ilustración y modernidad en el Caribe y de La memoria posible: «El sueño de la historia», de Jorge Edwards. Ilustración y transición democrática en Chile.