26.4.11

luis muñiz / 2 poemas

renacimiento

El sistema de charcas de Troenzo;
la arena que pisas sin dejar huella;
el mar, si el yodo del primer baño no excitara
el prurito de la mano derecha.

No has esperado al mediodía;
no eres carpintero ni te gusta
beber aguardiente; la reina de los pastores
te deja de lado porque no curras.

Donde Venus debería ser dulce
con los amantes, tú, terco giboso
te sientes renacer en el mismo cuerpo sordo
sin mediar erosión, sobresaltado.

Y cuando al final abres los brazos
surges a una nueva vida antes
de la muerte física del cuerpo, este cuerpo
llagado que flota y zumba y espera

con los dedos de los pies asomando
y la barriga, qué islote pánfilo–
espera, sí, verse de nuevo favorecido
por la corona de laurel salobre

y el mosto que espumea sobre las heridas
cauterizándolas para servir
a un propósito más noble: ser
otra vez la medida del esfuerzo

la resistencia a la tentación
de caer muerto a los pies ateridos
y la flacidez corpórea de los pasmados
así vayan en mangas de camisa.


memoria de contacto

El mar está pota en una playa por encima del nivel del mar. La playa está detrás de un monte, se sube más que se baja para llegar a ella, y el agua queda en lo alto, como en los grabados. La fábula quiere que el agua esté más cerca del cielo de lo que suele estarlo, y que además de su color el firmamento le preste cierta memoria de contacto. Mejor dicho: que ambos recuerden que una vez estuvieron unidos. Pero lo recuerdan, lo recuerdan, porque se comportan idéntica y simultáneamente ante el estímulo de mi mirada. También instantáneamente: intercambian información para mí a velocidades ilimitadas, o sea, no mensurables, o sea, que no hay velocidad. Ni espacio. Ni tiempo. O sea que lo que se dicen lo dicen al mismo tiempo. Corrijo: tiempo no hay; se lo dicen al unísono: se susurran, porque el estruendo está fuera de lugar esta mañana, y el viento es un correo de lo más rápido y eficiente
aunque–

el viento no transpone partículas
el viento no las arrastra
hay partículas en el cielo y en el mar
no son las mismas partículas pero
si intercambian información
están las mismas partículas a la vez
en el cielo y en el mar–

y tú te embriagas con solo sentir que no tardan nada en entrar en contacto, que ya están en contacto aunque la distancia entre ellas sea enorme, y que esta playa está por encima del nivel del mar. Vértigo, por lo tanto, y admiración ante el porte del hallazgo: lo unido siempre estará unido, por más distancia que separe los cabos de la cuerda rota. Por eso la playa se eleva para alcanzar su cota
por eso–

no son las mismas partículas pero
si intercambian datos y recuerdan
su antigua unión
están las mismas partículas a la vez
en el cielo y en el mar.

Asombro ante el polvo que levantan los coches al entrar en el sucio aparcamiento; asombro porque el polvo queda suspendido brillando cuando se eleva, y cuando se eleva las nubes que deja se aplastan contra el suelo. Asombro en esta mañana en que la proximidad del cielo es mareante, en que, recuerdo, el cielo está sobre nuestras cabezas
está sobre nuestras cabezas
el cielo está dentro de nuestras cabezas.
Asombro en esta mañana en que estoy a punto de renacer con el primer baño de la temporada–

y el mar dará a cada hombre
a cada hijo de vecino vencido por la apatía
necesitado de éxtasis
la oportunidad de morir un poco para vivir más;

muere, pues
que te duelan las llagas al entrar en el agua
y sal con la piel repuesta y moqueando salitre
agradecido al yodo
y a sus partículas curativas.

Vértigo al intuir las infinitas implicaciones del hallazgo. La proximidad del cielo es mareante. El mar, en cambio, se retira. Ahora vira de color gracias al último envío de partículas; pero no, porque no hay tiempo, y el espacio, como mucho, es un transmisor de sonidos que hace ondular las corrientes del pensamiento. Una que estaba sumergida, enterrada bajo capas y capas de lógica, aflora a la superficie y se funde con la imagen de un sol taladrante. Todo sucede, todo está, en todo simultáneamente. No hay duración, nada permanece como estaba, sino como está. El cielo, el mar, tú, yo, nuestros útiles de playa, todo consiste en un generoso ir y venir de información entre cuerpos de ínfimas proporciones–

lo mismo
lo que sea lo mismo
deseo de fundirse en lo mismo
recuerdo de haber estado
formando parte
siendo en parte
una parte
de lo mismo

y su secreta ambición
su ambición de estar unidos–

estar, estar es lo que cuenta: para qué quieres ser si estar es suficiente, y estar determina más que ser porque conmina a la acción y quietos no estamos casi nunca: las implicaciones del hallazgo incluyen el mandato de ser, de permanecer, de ser siempre lo mismo, y la condena de estar, es decir, de cambiar, siendo en parte una parte de lo mismo, que no cambia: no son dos polos, no son los dos puntos más alejados de la curva que describe el péndulo: son el mismo punto, equidistante de los dos extremos, pero constituido como curva, oscilación, conflicto, crisis–

y su secreta ambición
su ambición de estar unidos
no sería más que el deseo de recuperar
aun cuando no se hubiese perdido
ni nunca se hubiese soñado con perder
el deleite de la fusión y el arrebato.

Verás, si la partícula a y la partícula b
supongamos
hubieran estado juntas alguna vez en el punto C
siendo ahora que están separadas
siendo ahora la distancia que las separa x
pero
solo para el observador;
así como la luz puede ser onda o corpúsculo según
lo que haga el observador
la distancia x entre las partículas a y b puede mantenerse
o por el contrario parecer redundante
siendo que está y no está
según lo que haga el observador.
Para ellas, sin embargo, no hay distancia
ellas se comportan como si no la hubiera
aboliendo las nociones de espacio y tiempo
anulando la relación que establecemos entre un espacio
y el tiempo que se tarda en recorrerlo.

Apurar este hallazgo significaría
significa, de hecho
erigir el punto de vista en pivote y trampolín
insuficiente
pero único
de la percepción;
establecer que esta depende
de lo que mire quien mira cuando mira
que lo que mira está en la medida en que es mirado
y que si está previamente, antes de que la mirada caiga sobre ello
nosotros no lo sabemos
aunque pueda probarse que así es–

hay otra consecuencia en todo esto: el paso de la perfección a lo perfecto, del a priori al experimento que reputa que la materia es mutable, que es efímera y perfecta–

lo que nos llama y nos provoca es lo mutable
pero
nuestra desdichada perfección ontológica
no nos permite conocer lo óntico perfecto.

La playa se eleva para alcanzar su cota. ¿Qué posibilidades tienes de decir esto con alguna garantía de éxito, siendo la cota deseada, la meta de la elevación, el mismísimo cielo? Y sin embargo…, sí, aunque no pueda probarse, aunque solo sea una impresión tuya, o precisamente porque lo es y nadie más se atrevería a decirlo, pese a que todo te conduce a sentir esta mañana el continuo ir y venir de partículas, la alerta de aproximación entre las dos cotas (y el vértigo que da pensar en la que aun está por cima de la más alta)… sin embargo, sí, es un hecho, algo encalla en esa imagen y detiene el flujo de tus pensamientos. Es un hecho que no puede probarse, o mejor: que solo puedes probar tú cuando activas tus propias partículas adormecidas:
desde tu punto de vista
dependiendo de lo que haga el observador
y no hay observador objetivo sino
un número infinito de atalayas sedicentes
cada una refutando las visiones del mismo fenómeno que guardan todas las demás–

un lenguaje que tiende a valorar la idea
por encima del ínfimo acontecimiento
impidiéndonos saber de qué demonios estamos hechos
y qué es lo que nos rodea–

qué es la materia
vida ajena a nuestra vida
vida otra que fue una con nosotros–

lo unido siempre estará unido
pero el estado de cosas se resiste
y se resiste a ser dilucidado.

Así, tenemos:
tiempo, espacio, duración
nociones que preserva nuestro viejo ser
en contra de nuestro nuevo estar siendo;
porque el tiempo que hay y es prescindible
y el espacio que podemos ver sin que esté
y la duración que queremos percibir para sentirnos vivos
todo
lo pulveriza la velocidad
la velocidad ilimitada
la ausente velocidad
y para nosotros queda solamente
el gasto de energía.

El viento es el emisario: un intangible para un territorio abolido.
Es el espacio y no lo es:
lo ocupa sin delimitarlo y, cuando se extravasa
no mancha–

pero lo que nos dice el viento, lo que nos señala
es un estado de precariedad:
el miedo a observar el mundo sin garantías de inserción en él
a no ser que convirtamos la disipación
la pérdida de nuestras volubles energías
en una manera alternativa de crear orden.

El desperdicio y la garantía, única e insuficiente, del punto de vista: solo de eso disponemos. De implicaciones y posibilidades, pero ¿de cuántos resultados? A medida que quitamos capas y las examinamos, cada una un poco más fina que la anterior, dudamos más del conjunto. Los resultados son parciales, no sirven para explicar el conjunto. Porque el mundo es más complejo, te dices. ¿Por qué el mundo es más complejo? ¿El mundo era complejo y lo habíamos simplificado? ¡Qué idiotas! ¿No hubiera sido más sencillo aceptar su complejidad, reconocer que nos era ajena su firmeza de bloque impenetrable?–

pero eso era antes: ahora ya sabemos que no hay bloque, que cada esquirla de la piedra puede desmenuzarse y alumbrar otro rico orbe autosuficiente, que se comporta–

según lo que haga el observador
según cuál sea el punto de vista
como un mundo dentro del mundo
ignorante de las leyes
(que conocíamos)
que gobiernan el mundo–

o: según lo que haga el observador
según cuál sea el punto de vista
como un mundo dentro del mundo
tributario del diseño
(que desconocemos)
al que obedece el mundo.

Vamos entendiendo entonces que la pesquisa acarrea:
dosis ingentes de incertidumbre y pesar
implicaciones y posibilidades
y entre lo que conocíamos pero ya no sirve
y lo que sirve pero aún no podemos conocer
las partículas del mar y del cielo, disputándose un trozo de memoria
el recuerdo de la explosión original
murmuran igual que millones de voces en asamblea
sin concierto aparente–

son voces estratificadas:
no, dispuestas en red–

es
un simultáneo
e instantáneo
rumor de voces
divididas y subdivididas hasta el aturdimiento

y
como en una continua llegada desde el futuro
y desde el pasado
esas voces se congregan para ti y te susurran
te envuelven y te traspasan
y quien te viera vería en ti todos los puntos que te componen
puntos nerviosos, excitados
y una película que te recubre como si fueras
un hirsuto conglomerado eléctrico
todo gelatina y temblequeos.

La playa. Hablaba de una playa. De sus partículas sin contar los granos de arena. Y del cielo. De cómo tomaba posesión del agua. De cómo se habían fundido ambos. Del deleite, de la comunión, del espasmo incluso. Y hablaba para declarar mi absoluta indefensión ante el hallazgo. Del arrebato de irse, de sentirse ir, sin que la muerte parezca en ese momento menos deseable que la vida, y la ignorancia menos predispuesta al conocimiento que la experiencia. Pero no es la muerte, no, es un renacimiento, y lo que eras te acompaña como rastro vivo mientras despegas del suelo y tú mismo te encaramas a la parte superior del grabado. El agua flota hacia abajo, las simas crecen hacia arriba–

no un cese
sí una transformación–

y sobre el rastro viscoso que dejas
cruzan meteoros, el viento
la lluvia y la nieve
rayos que iluminan por un segundo la materia oscura–

no un cese–

una transformación–

la materia
ni aquí ni allí
lo uno dentro de lo otro;

el oro del sol
y la plata del mar
en el vaso de forma de cono truncado
pasta hecha de cenizas
de huesos calcinados
y cuerpos fundidos en la plaza del horno
hecho con arcilla apisonada;
tú, tú
por fin un minúsculo habitante
floreciendo
a la orilla de la vida consciente
deseoso de perder la última capa de piel llagada;
listo para transformarse
fundirse
diluirse
para perderse y renacer en otro cuerpo
en el mismo cuerpo
lo que sea el otro cuerpo
lo que sea el mismo cuerpo
lo que sea
donde esté




Luis Muñiz (Caborana, Asturias, 1964) publicó en 2008 su primer libro, Un fragor indeterminado (Trea), que fue elegido mejor poemario del año por el diario Público y en 2009 figuró entre los propuestos para el Premio Nacional de Poesía. Poemas suyos han aparecido también en las revistas Solaria, La hamaca de lona y 7de7 (www.7de7.net). Es redactor del diario ovetense La Nueva España, en cuyo suplemento cultural ejerce con regularidad la crítica de poesía. Como crítico, ha publicado también un estudio de la obra de Marcos Canteli en el volumen Poetas asturianos para el siglo XXI (Trea, 2009) y un ensayo en el libro colectivo Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente (Abada, 2010). Trea publicará a lo largo de este año Libro segundo, su nuevo poemario.

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