26.1.11

memoria de miguel hernández / 3 ensayos

Justamente al término del año hernandiano, Las razones del aviador publica tres artículos breves sobre la obra del poeta alicantino en la convicción de que para un poeta no existe mejor paraíso ni homenaje que el purgatorio de la reflexión crítica. José Luis Zerón, Julieta Valero y José Antonio Expósito nos ofrecen una valoración de la palabra y la memoria del poeta.


miguel hernández a la luz del presente

José Luis Zerón 

El pasado 30 de octubre Lucía Izquierdo, nuera de Miguel Hernández, manifestaba en el diario La Verdad: «Mi recompensa es ver que la poesía de Miguel es moderna». Estas palabras coinciden con los comentarios entusiastas de los especialistas en la obra de Hernández, que no se han cansado de resaltar este año la absoluta modernidad del poeta oriolano. Lucía Izquierdo tiene razón al afirmar que Miguel Hernández no es un poeta anacrónico. Su poesía sigue viva y resulta hoy más que nunca necesaria, pero no comparto el entusiasmo ciego de los hernandianos. ¿Podemos asegurar que Miguel Hernández es un autor reconocido plenamente por las nuevas corrientes de la crítica literaria? ¿Es un autor leído y valorado como merece la grandeza de su obra por los poetas surgidos en los últimos años? Creo que no. Por lo menos no se le considera a la misma altura que otros grandes de la poesía hispana del siglo XX como Machado, García Lorca, Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Neruda, César Vallejo, Claudio Rodríguez, Gamoneda, Valente o Gil de Biedma.


No es mi intención cuestionar la obra de este gran poeta, paisano mío, al que he homenajeado muchas veces; sólo trato de ser realista, y la realidad dice que Miguel Hernández aún no ha entrado en la actualidad poética. Mi opinión es arriesgada, soy consciente de ello. Sé que resulta extraño que uno de los poetas más estudiados, glosados y homenajeados de todos los tiempos despierte poco interés en el nuevo panorama poético español. Pero esta contradicción viene a demostrar que el exceso de homenajes que se le ha tributado al autor de El rayo que no cesa en los últimos años ha creado una moda, pero no ha beneficiado al poeta, que ha quedado atrapado en una perversa paradoja.


La exégesis hernandiana, cada vez más endogámica y ajena a la realidad poética del momento, ha hecho poco para deshacer esta paradoja, y la pléyade de fieles devotos que ha santificado al poeta (olvidando que es universal por su obra y no por sus hechos) así como los manipuladores que han saqueado su memoria, la han enrevesado aún más. Y para empeorar las cosas están los imitadores, que son legión. Afirma Roberto Bolaño a través de uno de sus personajes que Miguel Hernández es un buen poeta que gusta mucho a los malos poetas. Es cierto que Hernández ha influido en grandes poetas como José Hierro, Claudio Rodríguez y Félix Grande y, por tanto, la afirmación categórica del narrador chileno puede resultar descabellada, pero para mí no lo es. Salvo honrosas excepciones, los poetas hernandianos suelen ser aficionados que tratan de hurtarse a las monotonías cotidianas inventándose una inexistente poética del dolor con los modelos referenciales del maestro. Y es que la poesía de Miguel Hernández es peligrosamente atractiva porque se ofrece a ser imitada siendo inimitable. He aquí la trampa: aquellos que tratan de imitarla buscando con fervor lo auténtico obtienen automáticamente el resultado contrario al esperado: incurren en la sobreimpostación.


Y por último no debemos olvidar que el mundo se ha convertido en un espectáculo global y excesivo. Vivimos una época de derivas, extravíos e incertidumbres. No están los tiempos para utopías y heroicidades y no hay lugar para la ebriedad poética. De ahí que un poeta como Miguel Hernández que rechaza los conformismos, un rebelde intransigente que persigue la pasión, resulte extraño e incluso incómodo en nuestro panorama literario ecléctico y conformista.


No creo, y ojalá me equivoque, que la celebración del primer centenario de Miguel Hernández acabe con todos los tópicos que lastran su obra y termine por situar al autor oriolano en el lugar de honor que merece en la realidad contemporánea. Es pronto para hacer valoraciones, pero me atrevo a decir que, exceptuando algunas aportaciones interesantes, la celebración del Centenario ha resultado un confuso despliegue conmemorativo en el que han participado poetas, exegetas, artistas intelectuales, periodistas, mercaderes, políticos, herederos del poeta y hernandianos de todas especie. Miguel Hernández ha estado presente en actos que nada tienen que ver con la poesía, desde eventos deportivos y gastronómicos, hasta la celebración de la fiesta de Moros y Cristianos y la Semana Santa de su ciudad natal. No digo yo que todos los participantes hayan actuado de mala fe en esta ceremonia del todo vale, sólo creo que se han impuesto el desorden, la prepotencia, el oportunismo y la saturación mediática. Las aportaciones creativas del Centenario no han servido, me temo, para acercarnos la obra del homenajeado y sí para añadir más cerrojos a la prisión de su biografía. La mayoría de publicaciones, espectáculos musicales y exposiciones no han superado la estética hagiográfica o panfletaria y en casi todas las conferencias de expertos hernandianos y de conversos de última hora hemos escuchado la misma retórica ditirámbica.


Uno de los presupuestos de las poéticas posmodernas es la abolición o muerte del sujeto poético y la ruptura del nudo gordiano de la autenticidad. Sé que resulta aventurado pensar que en el ruidismo de tanta proclama radical sobre la crisis del lenguaje y la quiebra de la identidad se escuche la voz de un poeta que dedicó una insobornable atención a los vínculos entre el mundo y las palabras, entre el lenguaje y la vida, y que derrotó a la retórica con una búsqueda constante de la expresión primigenia. Y no me extraña que los poetas desolados y nihilistas, apóstoles del feismo y el fragmentarismo, así como sus opuestos, los canónigos de la experiencia, con su retórica sotto voce y sutilmente irónica, recelen de la vocación órfica que se percibe en la poética hernandiana. Asimismo puede tener cierta lógica que los poetas más exigentes con el lenguaje específicamente poético, representantes de los discursos llamados esenciales no se identifiquen con la obra del poeta oriolano. Lo que me extraña es que la mayoría de autores que, en teoría, podrían estar cerca de Miguel Hernández, los que abogan por una nueva poesía social y los que defienden un lenguaje imaginativo y vitalista, no reconozcan su influencia o magisterio.


Ahora es el momento de demostrar la vigencia de Miguel Hernández. Hay que acabar de una vez por todas con los estereotipos, mitos y fetichismos que ocultan la verdadera singularidad de su poesía.


Lo que hoy me parece más admirable de Miguel Hernández es su humana y legítima aspiración de ser reconocido, su coraje y tenacidad, su capacidad de asombro, el don y la condena de vivir apasionadamente cada instante, cada acontecimiento («un amor hacia todo me atormenta», escribió) su búsqueda de un espacio de libertad entre la rutina del habla y la servidumbre retórica, su sabiduría para integrar en un espacio mental y psicológico los elementos visibles de la realidad y, sobre todo, la superación de la incultura y de la ideologías caducas sin renegar de sus raíces y su capacidad para incumbirse en la totalidad de la vida. El paisaje donde creció Miguel Hernández informa constantemente una poesía con sabor a tierra donde los elementos más sencillos de su alrededor sensible se subliman buscando la alianza total entre la palabra y la existencia.


Miguel Hernández evolucionó de la soledad a la solidaridad, pero nunca renegó de sí mismo. Era conciente de que la autenticidad no está reñida con la forma ni la ética con la estética. Comprendió que no se puede alcanzar un verdadero compromiso ético si no se da al mismo tiempo un compromiso estético. Ni puede haber un auténtico compromiso estético si no hay un sustento ético o moral. Por eso su poesía de guerra, exceptuando unos pocos poemas, no resulta panfletaria ni circunstancial. Porque Miguel Hernández era un hombre comprometido políticamente, pero sobre todo era un militante de la palabra. Sus recursos y procedimientos poéticos no son inferiores a los sentimientos que expresa y sabemos, porque existe constancia de ello, que sus poemas no surgían de la espontaneidad o de la facilidad versificadora, sino de una reflexión consciente. El fervor no renuncia a la forma, ni la emoción a la inteligencia. Es absoluta la comunión entre la construcción formal del poema y la revelación, «¿Caos en agresión no pide norma?», dijo Jorge Guillén.


En la escasísima teoría poética que escribió Miguel Hernández encontramos un lírico y certero texto titulado «Mi concepto del poema» donde el autor armoniza la naturalidad y el artificio, la virtud enunciativa y la habilidad elíptica. Contiene frases que podrían haber sido escritas hoy mismo: «¿Qué es el poema? Una bella mentira fingida. Una verdad insinuada. Sólo insinuándola, no parece una verdad mentira […]. Los poemas desnudos son la anatomía de los poemas ¿Y habrá algo más horrible que un esqueleto?»


Hay cualidades de Miguel Hernández que no sólo no prescriben, sino que adquieren relevancia con el tiempo. Pienso, sobre todo, en la valentía creadora y en la muy grande libertad de su testimonio humano. Como hombre, Miguel Hernández siempre dio la cara en el hogar, en el ágora, en los campos de batalla embarrados de sangre, en la cárcel. No se doblegó ni a la hora de la muerte. Como poeta supo fundir lo particular y lo universal con maestría. Amalgamó palabra reveladora y conciencia crítica, emoción sentimental y emoción estética. Buscó siempre la luz del Alba a través del verbo. Su obra, como dice Agustín Sánchez Vidal «es el resultado de fecundar el impulso originario con creaciones cultas». No fue un poeta vanguardista stricto sensu, pero siempre trató de buscar un lenguaje nuevo. Y lo halló.


Sólo leyendo a Miguel Hernández de manera atenta y desprejuiciada sintonizaremos con su forma de entender la vida y de admirar sus potencialidades. Sólo así podremos situarlo en el centro del conflicto, que es donde sigue estando, como los grandes poetas de ayer, de hoy, de siempre.




José Luis Zerón (Orihuela, 1965) es codirector de la revista Empireuma. Ha publicado los poemarios Solumbre (1993), Frondas (1999) y El vuelo en la jaula (2004).



 

miguel hernández: pathos y fragilidad

Julieta Valero 

(Síntesis de la conferencia leída dentro de los actos de conmemoración del centenario organizados por la Asociación Cultural de Orihuela en dicha ciudad, el 10 de noviembre de 2010)

En una entrevista realizada en 1961, el gran poeta norteamericano Robert Lowell reflexionaba a partir de dos autores sobre la cuestión –fundamental para todo poeta, para todo lector– de los límites entre la sentimentalidad bien destilada en términos de creación literaria, y el mero confesionalismo, el intimismo primario. Límites a menudo sutiles orgánicamente y sin embargo abisales en cuanto a sus resultados artísticos. Cito: «Pienso que gran parte de la mejor poesía lo está [en el límite de la sentimentalidad]; por ejemplo, Laforgue, es difícil pensar es un poeta más extraordinario, encantador […]. Si no se hubiera atrevido a ser sentimental no hubiera sido un poeta; quiero decir que su inspiración residía en eso. Hay una forma de distinguir entre la falsa sentimentalidad, que es hinchar un asunto y atribuirle emociones que no sientes, y utilizar emociones, tiernas, diminutas, ingenuas, que la mayoría de la gente no siente pero que Laforgue y Snodgrass supieron emplear. Yo diría que hay en ellos pathos y fragilidad, aunque esto suena muy solemne… Hay fragilidad en los bordes y una arteria principal de poder que atraviesa el centro».
De pocos poetas el hermanamiento entre vida y obra nos llega tan libre de impostura, tan incuestionablemente radical y auténtico como en el caso de Miguel Hernández, más allá de los acuerdos –algunos de ellos ya topificados– que la abundante obra de los estudiosos ha concertado a lo largo de los años. De modo que perdónenme la quizá bisoñez de pensar en alto sobre un asunto, además de ya lexicalizado en el caso de Miguel Hernández, definitivamente lateral, si uno está analizando filológica o críticamente la obra, pero ancilar, a mi juicio, si se piensan la escritura y las implicaciones que en esta tiene el oficio de vivir.

Volviendo al apunte del inicio, a la delgada línea roja que segrega sentimentalidad de delicuescencia, una se pregunta inevitablemente cómo le fue posible metabolizar de tal manera lo vivido en lo escrito –si es que semejante cualidad integradora es tal, y se elige, se desarrolla– habiéndole tocado en suerte biográfica pasar su vida atravesando varias fallas tectónicas: la de su vocación creativa irrenunciable, que hubo de mantener una dialéctica permanente de supervivencia con su medio familiar, ambiental, literario, sociológico; la de una bisagra histórica implosiva que acabó llevándoselo, aunque no por delante. Cómo le fue posible... o quizá cómo pudo tanto desgarro vital no convertirse en sumidero de su talento. Cómo hasta en los poemas más proclives a lo conscientemente panfletario hay nichos de un sentido que desgarra y toca de lleno al hombre presente. Cito al propio poeta: («Y como una visión real de lo inaudito / brotan sobre la nada bandadas de ciudades», «Rusia»); cómo mucho de lo significante en Miguel Hernández sigue significando humana y socialmente a día de hoy; ejemplificar con él es atomizar un todo sin desperdicio pero pienso, desde la dureza global de los tiempos que corren, en el rabiosamente extrapolable y devastador retrato de la estulticia humana que traza en «Los hombres viejos»: «A veces de la mala digestión de estos cuervos [...] / dependen muchas vidas con signo de paloma». O en ese inicio ineludible del poema «El hambre»: «Tened presente el hambre, recordad su pasado». Cómo, en definitiva, se puede ser a la vez permanentemente íntimo y trascendentemente colectivo. Me sigue admirando en su raíz humana y perturbando en sus consecuencias poéticas la capacidad de Miguel Hernández para mantener a lo largo de su vida una tensión constructiva entre esa insoslayable condición individual y la no menos eludible naturaleza social y afectiva del ser humano; que es de donde puede surgir, a mi juicio, aquello que percibimos como hermoso y como perdurable: «Un amor hacia todo me atormenta / como a ti, y hacia todo se derrama».

Pathos y fragilidad

Pero traicionaría a mi propio instinto si asociara esa cualidad sólo al poeta irreparable y muy visiblemente comprometido de El rayo que no cesa, Viento del Pueblo, Cancionero y Romancero de ausencias, el Hernández que doblará de emoción a generaciones y generaciones de lectores. El pathos desnudo, punzante, proteico y desvalido a un tiempo, es intrínseco al poeta, y asoma, vibra ya bajo la encarnadura conceptista de Perito en lunas; esa fragilidad titánica representa, para mí, todo Hernández, aunque puestos a compartir subjetividades, hay un poema –a todos nos pasa–, que, por decirlo vallejianamente, me pegó, me pega siempre en la madre, y quisiera detenerme un instante en él.

ME SOBRA EL CORAZÓN

Hoy estoy sin saber yo no sé cómo
hoy estoy para penas solamente,
hoy no tengo amistad,
hoy sólo tengo ansias
de arrancarme de cuajo el corazón
y ponerlo debajo de un zapato.

Hoy reverdece aquella espina seca,
hoy es día de llantos en mi reino,
hoy descarga en mi pecho el desaliento
plomo desalentado.

No puedo con mi estrella,
y me busco la muerte por las manos
mirando con cariño las navajas,
y recuerdo aquel hacha compañera,
y pienso en los más altos campanarios
para un salto mortal serenamente.

Si no fuera ¿por qué?... no sé por qué,
mi corazón escribiría una postrera carta,
una carta que llevo ahí metida,
haría un tintero de mi corazón,
una fuente de sílabas, de adioses y regalos,
y ahí te quedas, al mundo le diría.

Yo nací en mala luna.
Tengo la pena de una sola pena
que vale más que toda la alegría.

Un amor me ha dejado con los brazos caídos
y no puedo tenderlos hacia más.
¿No veis mi boca qué desengañada,
que inconformes mis ojos?

Cuanto más me contemplo más me aflijo:
cortar este dolor ¿con qué tijeras?

Ayer, mañana, hoy
padeciendo por todo
mi corazón, pecera melancólica,
penal de ruiseñores moribundos.

Me sobra el corazón.

Hoy descorazonarme,
yo el más descorazonado de los hombres,
y por el más, también el más amargo.
No sé por qué, no sé por qué ni cómo
me perdono la vida cada día.
 

Pertenece a ese periodo extraordinariamente importante en la evolución del poeta, que cubre 1935 y la primera mitad de 1936, entroncado con el final de la escritura de El rayo que no cesa, y donde se intensifican su visión trágica y dolorida de la existencia y su conciencia social.

Más acá (siempre, con las pasiones) de mi querencia por este texto creo que su hondura poética fuera de lo común tiene mucho que ver con un recurso que Hernández maneja magistralmente, quizá porque acoge su extraordinaria capacidad para hablar desde el vínculo, desde el entrañamiento con los otros: me refiero al uso de los rasgos propios de la oralidad y, más en concreto, la desautomatización de diferentes discursos repetidos, frases hechas, modismos sintácticos propios del habla coloquial de nuestro día a día… El poeta des-topifica nuestra mirada y nos obliga a fijarnos en el mensaje por sí mismo (maravillas de la función poética); nos permite recuperar la intimidad con nuestra lengua. El poema entero es un magistral despliegue de esta cualidad alcagüetesca impagable para poner piel con piel a lenguaje y lector. Creo que puede ser un excelente espacio para experimentar esa percepción de «fragilidad en los bordes y una arteria principal de poder que atraviesa el centro» a la que hacía mención Lowell.

Termino esta breve reflexión situándome en la metáfora de la liquidez propuesta por el sociólogo Zygmunt Bauman, que ha dado buena cuenta de la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada, en un tiempo sin certezas abocado a la asunción de los miedos y angustias existenciales que la conquista de una primaria y primera libertad comporta. Me sitúo en el inmenso vacío, preñado de posibilidades, de esta Modernidad líquida. Desde aquí se comprende la tentación del descompromiso pero más aún su desembocadura inane. Desde aquí, la obra de quienes asumieron vital y estéticamente esa «fragilidad humana» precisamente desde la afirmación de una arteria principal de compromiso representan, además de un placer y una siempre fértil conmoción, la posibilidad de decir, con el poeta: «Aquí estoy para vivir mientras el alma me suene». No es poco.

Julieta Valero (Madrid, 1971) es licenciada en filología hispánica por la universidad complutense. Es autora de los poemarios Altar de los días parados (2003), Los heridos graves (2005) y Autoría (2010).





miguel hernández, penado de muerte

José Antonio Expósito 

A veces el trato y la estima diferentes que un Estado y el pueblo dispensan a sus poetas sirven para ilustrar con claridad la enorme distancia ética que media entre uno y otro. Un Estado puede silenciar a sus verdaderos poetas, pero jamás logra enmudecer sus voces ante quienes sienten la belleza y la verdad de sus versos. La España franquista de manera inmisericorde e ignominiosa dio tristemente a los más grandes líricos de entonces, Miguel Hernández, García Lorca, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, cárcel, muerte, hambre y exilio. Sin embargo, sus poemas aún perviven en la memoria colectiva y cantan al resto del mundo el sentimiento y la hondura inspirada de todo un país. Cuando Miguel Hernández escribió «¡Cuánto penar para morirse uno!», no pudo imaginar que un día habrían de matarlo de peor y más lenta muerte, alejándolo en cárceles sucesivas de su familia y negándole medicinas y hospitales. Condenado a muerte el 18 de enero de 1940 por el Consejo de Guerra Permanente número 5, su ejecución quedó en suspenso hasta que no se recibiese la pertinente rúbrica del Jefe del Estado. No obstante, la hábil y tenaz intervención de José María de Cossío, que tanto quiso al oriolano, consiguió que le fuese conmutada la pena de muerte por la de treinta años y un día. No han faltado tampoco quienes como Pablo Neruda o Josefina Manresa, viuda del poeta, hayan cuestionado que Cossío hiciera cuanto estuvo en su mano para liberar a Miguel definitivamente. Aunque similar reproche se les ha hecho también al matrimonio Alberti al no invitar a Miguel a viajar con ellos hacia Elda y a Neruda y a la Embajada de Chile en Madrid acerca de un supuesto asilo diplomático al poeta.
Cossío acudió en esos difíciles momentos a su amigo el doctor aragonés Eusebio Oliver Pascual (1885-1968) con quien había compartido tertulia en el café Lion d’Or de Madrid, cuando a principios de los años treinta allí se gestaba la revista Cruz y Raya, y de la que este fue uno de sus editores y colaborador. Oliver mantuvo entonces y también después muy buenas relaciones con otros conocidos poetas. En su domicilio en la calle Lagasca, núm. 28, Lorca leyó la noche del 12 de julio de 1936 por última vez su manuscrito de La casa de Bernarda Alba antes de viajar fatalmente a su Granada. Entre los presentes se hallaban, entre otros, Dámaso Alonso, Guillén, Salinas, Guillermo de Torre y el propio Miguel Hernández. José Bergamín le dedicó a Oliver, que fue testigo de su boda en 1928 con Rosario Arniches, hija del conocido comediógrafo, su obra teatral Variación y fuga de una sombra. Terminada la guerra, Oliver conservó su amistad con buena parte de los poetas del 27. Organizó con Pepín Bello una conocida comida con otros escritores en el restaurante Lhardy cuando Guillén regresó por primera vez en el verano de 1949 a Madrid. Este se refería a Oliver como «nuestro médico». Durante la guerra, Oliver ejerció como capitán médico del general de división José Enrique Varela Iglesias, quien al finalizar la contienda fue nombrado ministro del Ejército en el primer gobierno de la España de la dictadura. Sin duda Cossío aprovechó esta circunstancia para llegar por medio de Oliver hasta el ministro Varela y poder interceder por Miguel. Para ello contó también con la ayuda de los escritores falangistas Rafael Sánchez Mazas, por entonces ministro sin cartera, y José María Alfaro, subsecretario de Prensa y Propaganda. Juntos los tres acudieron a la casa de Varela para convencerle del error y de la enorme repercusión que supondría la ejecución de Miguel Hernández. Pero lo que más pesó en el ánimo del ministro no fue la poesía, sino el hecho de que el suegro de Hernández, Manuel Manresa, hubiese sido un guardia civil al que habían asesinado unos milicianos en agosto de 1936. Posteriormente Varela se entrevistó con Franco, quien enterado previamente de la situación y oídos los argumentos de su ministro parece ser que exclamó: «Otro García Lorca, ¡no!» y decidió no firmar la sentencia de muerte que aguardaba en su despacho en el procedimiento núm. 21.001 seguido contra Miguel Hernández Gilabert.
El 24 de junio de 1940 Varela escribió a su amigo Rafael Sánchez Mazas, vicesecretario de Falange, para comunicarle que a Miguel Hernández se le había conmutado la pena de muerte que sobre él pesaba. «Este acto de generosidad del Caudillo», dice Varela, debe obligar «al agraciado a seguir una conducta que sea rectificación del pasado». Tres días después de recibida la noticia, el 27 de junio de 1940, Carlos Sentís, secretario de Sánchez Mazas, le informa por fin a José María de Cossío de la conmutación de la pena de «tu recomendado». En abril de 1939, Sentís ya había protagonizado otro «heroico acto» cuando viajó presuroso de Barcelona a Madrid para participar con otros dos conocidos escritores falangistas en el allanamiento y robo del domicilio de Juan Ramón Jiménez en la calle Padilla.
Mientras todos estos atropellos sucedían, Miguel Hernández escribía en la cárcel el sobrecogedor poema «Nanas de la cebolla». En el exilio Juan Ramón componía su espléndido «Réquiem de vivos y muertos» y Antonio Machado su delicado último verso: «Estos días azules y este sol de la infancia». Triste destino el que tuvieron una vez los más grandes poetas de un pueblo a manos de un Estado inculto y cruel.

José Antonio Expósito (Madrid, 1964) es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid (2003) con una tesis sobre la poesía de Antonio Gamoneda. Ha publicado cuatro libros inéditos de Juan Ramón Jiménez: Ellos (2006), Libros de amor (2007), La frente pensativa (2009) y Arte menor (2011). Es autor de los estudios Historia de un libro: Tercera antolojía poética, de Juan Ramón Jiménez (2003) y Una azotea abierta al infinito (2009); y de la iconografía del libro JRJ. Álbum, (2009). Ha recibido el Premio de Poesía «Ángel González» (Oviedo, 1986).